Se reproduce el Artículo publicado el 30 noviembre, 2022 en TIERRA Y TECNOLOGÍA Nº 60 DOI: https://dx.doi.org/10.21028/eog.2022.11.30, por su interés cualificado en el controvertido tema del calentamiento global originado por la actividad humana, que se ha convertido en un mantra dogmático de una progresía inculta.
Puede visualizarse también otra opinión del Professor Klein geologo de la Universidad de California de USA al final de la Bibliografía.
Autor: Enrique Ortega Gironés, geólogo.
RESUMEN
Los medios de comunicación, de forma sesgada, suelen presentar ante la opinión pública al fenómeno del calentamiento global como un proceso exclusivamente atribuible a las actividades antrópicas, y sobre el que la Humanidad tiene capacidad para detenerlo e incluso revertirlo. Sin embargo, el registro geológico del planeta indica todo lo contrario, que a lo largo de la historia de la Tierra han existido espontáneamente muchos cambios climáticos similares e incluso mayores que el actual, dirigidos por procesos naturales que siguen activos en la actualidad y que, por lo tanto, modificarlos está fuera de nuestro alcance.
ABSTRACT
The global warming phenomenon is often portrayed in the media, in a most of the cases in a biased way, as a process exclusively attributable to anthropogenic activities, and consequently mankind would have the capacity to halt or even reverse. However, the geological record of the planet indicates the opposite, that many climate changes similar to the present or even stronger have occurred spontaneously throughout the earth’s history, driven by natural processes that are still active today, and consequently to modify them is beyond our capacities.
INTRODUCCIÓN
La ciencia en general y la geología especialmente, se vieron obligadas a mantener enconados enfrentamientos con inamovibles dogmas religiosos y probablemente, una de las más crudas batallas que debieron librarse tuvo que ver con la edad de la Tierra, ya que hasta bien avanzado el siglo XIX, la Biblia constreñía los conocimientos y las interpretaciones sobre nuestro planeta. En 1650, el arzobispo irlandés James Usser, estudiando con detalle los textos bíblicos, determinó con encomiable precisión que la Tierra y el universo fueron creados la noche anterior al 23 de octubre del año 4004 antes de Jesucristo. Aproximadamente un siglo después, el conde de Buffon calculó que la edad del planeta debía estar dentro de una horquilla que situó entre los 75.000 y 168.000 años, y del mismo modo que le ocurrió a Galileo, se vio obligado a retractarse inmediatamente para no ser excomulgado (Bryson, 2003). Cuando en los albores del siglo XIX, Hutton introdujo las primeras nociones del actualismo geológico, posteriormente confirmadas por Lyell, se hizo necesario ampliar la duración de la historia de nuestro planeta, era imprescindible proporcionar el margen temporal suficiente para que se desarrollasen los procesos (sedimentación, plegamiento, erosión, etc.) cuyo rastro había quedado registrado en las rocas. La evolución de los seres vivos propuesta por Darwin también requería periodos de tiempo más prolongados.
La Iglesia opuso una férrea resistencia a los heréticos avances científicos que dejaban descolocados a los textos bíblicos y a mediados del siglo XIX, haciendo uso del poder mediático del que disponía, fueron apareciendo multitud de ensayos dirigidos a demostrar científicamente la validez de sus dogmas. Así, por ejemplo, pueden citarse, entre muchos otros La Cosmogonía de Moisés comparada con los hechos geológicos, de Marcel de Serres, o La Teoría bíblica de la cosmogonía y de la geología, de P. J. C. De Breyne (Figura 1). La lectura de estos textos (donde se intentan demostrar hasta los más pequeños detalles de las descripciones bíblicas, buscando explicaciones inverosímiles para fenómenos como la separación de las aguas del Mar Rojo que permitió el paso de Moisés en su huida de Egipto) resulta curiosísima, y pone de manifiesto los esfuerzos desesperados por defender posturas científicamente insostenibles.
Figura 1.- Portada de la obra “La Teoría bíblica de la cosmogonía y de la geología”, de P. J. C. De Breyne, traducida del francés y publicada en castellano en 1854.
El debate entre la geología y la Biblia continuó hasta que la ciencia proporcionó argumentos suficientes para descartar definitivamente la cronología bíblica sobre el origen de nuestro planeta. A finales del siglo XIX, el científico más prestigioso de aquel momento, Lord Kelvin, estableció que la Tierra tenía la escandalosa cifra de 400 millones de años de antigüedad, aunque luego fue rebajando sus cálculos hasta dejarla en 24 millones de años, los conocimientos físicos de la época no permitían explicar que un cuerpo del tamaño del Sol permaneciese incandescente durante tanto tiempo. Unas décadas más tarde, Arthur Holmes, uno de los precursores de la Deriva Continental y la Tectónica de Placas, estiró la edad de la Tierra hasta los 3.300 millones de años, que fue aún ampliada poco después por Clair Patterson hasta los 4.550 millones de años, edad que, con mínimas variaciones, aún es considerada como válida en la actualidad.
Afortunadamente, esas batallas quedaron atrás y actualmente, el progreso de la Ciencia no necesita vencer barreras ideológicas, sino simplemente demostrar la validez de sus hipótesis. Sin embargo, curiosamente, en torno a una temática de absoluta actualidad que preocupa a todo el mundo, el calentamiento globa y el cambio climático por él inducido, se ha instalado un debate científico distorsionado que recuerda mucho al que tuvo lugar a mediados del siglo XIX en relación con la edad de la Tierra. En efecto, la interpretación sobre el origen antrópico del calentamiento global parece ser considerado por algunos estamentos políticos, sociales y científicos como un dogma inamovible que no se puede rebatir, y al que se quiere proteger a toda costa ante la opinión pública bajo el manto de una supuesta unanimidad científica que está muy lejos de ser cierta.
Hace algunos siglos, un método muy eficiente para inhibir las ideas indeseables era la excomunión, por las consecuencias sociales y económicas que implicaban para el condenado, si es que el castigo no llegaba más lejos, a morir en la hoguera como le ocurrió a Giordano Bruno, a Miguel Servet y estuvo a punto de pasarle a Galileo. Los tiempos han cambiado y afortunadamente, al menos en los países de nuestro entorno, nadie se juega la vida por defender sus ideas, pero hay otros métodos, no por menos agresivos menos eficaces, de evitar que se socaven los dogmas. El primero de todos es filtrar la información en los medios de comunicación de forma que sólo una parte de la realidad llegue al gran público. El segundo es incentivar selectivamente las investigaciones dirigidas a confirmar la verdad inamovible, y el tercero es desprestigiar a los disidentes.
Estas tres metodologías han sido aplicadas durante las últimas décadas al calentamiento global. Las informaciones que aparecen sistemáticamente en los medios de comunicación de gran difusión, los que generan opinión pública, son monolíticas, nunca informan del debate que realmente existe al respecto entre los científicos. También, existe una financiación preferente hacia los proyectos que se planteen demostrar el origen antrópico del cambio climático y sus catastróficas consecuencias. Y por último, a los investigadores que disienten del dogma climático, además de calificarles despectivamente como negacionistas, se les dificulta la difusión de sus investigaciones intentando someterles a una especie de ostracismo, intentando evitar la publicación de sus ideas en las revistas de máxima difusión.
Esta situación ha obligado a muchos profesionales y científicos a formularse preguntas cuyas respuestas no son accesibles si se atiende tan sólo a las informaciones disponibles en la prensa, la radio y la televisión. ¿Es el hombre el responsable del calentamiento que está experimentando el planeta? ¿Tiene el ser humano la capacidad de detener y revertir el calentamiento global? ¿Existe un consenso unánime entre los científicos sobre las causas de dicho calentamiento?
Como es lógico, cada colectivo científico, según su formación técnica y la visión de la naturaleza que le proporcionan sus conocimientos, tiende a elaborar hipótesis e interpretaciones basadas en los parámetros específicos de su especialidad. En la temática del cambio climático, las investigaciones y las publicaciones están cuantitativamente dominadas por una mayoría abrumadora integrada por meteorólogos, climatólogos, oceanógrafos y físicos de la atmósfera, que durante los últimos años han realizado un formidable esfuerzo por entender y parametrizar lo que está ocurriendo con la temperatura de la Tierra. Sin embargo, una gran mayoría de esas investigaciones y las interpretaciones que de ella se derivan tienen un fallo sistemático en su enfoque, ya que están centradas en un periodo reciente de la historia de la Tierra, insuficiente para que pueda ser considerado representativo, ya que ignoran lo ocurrido en el pasado geológico anterior a los últimos milenios.
Para muchos geólogos, interpretar la situación climática actual a partir de un intervalo de tiempo tan corto, haciendo caso omiso de la historia del Planeta, es como si se pretendiese analizar e interpretar lo que está ocurriendo con la Humanidad en estos mismos momentos, considerando sólo lo que aparece en los periódicos de los últimos días e ignorando toda la información almacenada en las bibliotecas sobre la historia desde los orígenes del hombre. Si se consultase adecuadamente esa biblioteca, si se tuviese en cuenta la información registrada en el hielo, en los sedimentos y en las rocas, se podría entender mejor la realidad que estamos presenciando.
En este contexto, los objetivos que se pretenden con este artículo y su continuación, consisten en presentar, a la luz de los conocimientos hoy disponibles sobre la historia de nuestro planeta, explicaciones alternativas a las comúnmente admitidas sobre los fenómenos, los procesos y los parámetros que controlan el calentamiento global.
LOS CONTROLES A LARGO PLAZO EN LA EVOLUCIÓN CLIMÁTICA DE LA TIERRA
La Figura 2, basada en Pedraza (1996), muestra la evolución estimativa de la temperatura media del planeta a lo largo del tiempo, aunque no desde la formación de su primera corteza sólida, sino desde el momento en que los restos fósiles nos proporcionan información sobre la climatología reinante durante su depósito. En la gráfica, la línea negra horizontal representa la temperatura actual y la línea en zigzag la variación de la temperatura a lo largo del tiempo. Un simple vistazo a esa gráfica permite afirmar que durante los últimos 2.800 millones de años la temperatura de la Tierra ha sufrido variaciones constantes, alcanzando valores mucho más extremos, más fríos y más cálidos, que los actuales. Ante esta evidencia, es inevitable plantearse que, si verdaderamente queremos comprender lo que está ocurriendo ahora con el clima, es imprescindible conocer cuáles han sido los parámetros que han controlado la evolución reflejada en la Figura 2, y cuál puede ser su influencia en calentamiento actual.
Figura 2.- Evolución estimativa de la temperatura media del planeta a lo largo del tiempo, a partir del momento en que los restos fósiles proporcionan información sobre condiciones atmosféricas.
Como es bien sabido, el factor fundamental del que depende la temperatura de nuestro planeta es la radiación que llega del exterior, la luz del Sol, y cualquier modificación en la iluminación que alcanza la superficie terrestre, afectará sensiblemente a dicha temperatura. Uno de los fenómenos que puede ocasionar esas consecuencias son las erupciones volcánicas, ya que además de los efectos a corto y medio plazo de las cenizas volcánicas, que dificultan la irradiación solar mientras están en suspensión, los volcanes expulsan gases y vapores de diferente composición, entre los cuales se encuentra el dióxido de azufre (SO2). Este gas, al llegar a la estratosfera, reacciona con el vapor de agua y forma pequeñas gotas de ácido sulfúrico, generándose una capa de aerosol de esta sustancia a una altura, situada entre 15 y 20 kilómetros de altura, impidiendo que una parte de la radiación solar llegue a la superficie terrestre, constituyendo así una especie de parasol responsable de un ligero enfriamiento. En los años siguientes a las erupciones de gran envergadura, como la de Tambora en 1815, Krakatoa en 1883, Agung en 1963 la de Pinatubo (Filipinas) en 1991, puede detectarse una ligera disminución de las temperaturas (Cano Sánchez, 1994). Algo similar debe estar ocurriendo como consecuencia de la reciente erupción del archipiélago de Tonga (2022).
Algunos geólogos creen que durante algunos periodos de la historia del planeta, cuando hubo una actividad volcánica excepcionalmente activa (como por ejemplo, durante la transición del Pérmico al Triásico, hace aproximadamente 250 millones de años), o en el Mesozoico (meseta del Decán en la India o en la Columbia Británica) hace unos 100 millones de años, se produjo un aumento considerable de CO2 y SO2 en la atmósfera que, además de tener consecuencias climáticas, trajo consigo también la extinción de muchas especies. Pero sin descartar esa posibilidad y sin dudar de la evidente influencia a corto y medio plazo de los fenómenos volcánicos puntuales, esos procesos, por sí mismos, no permiten explicar satisfactoriamente la evolución climática a lo largo de ciclos de millones de año, y por lo tanto, hace falta alguna otra explicación satisfactoria.
Volviendo atrás y recordando de nuevo que la fuente de energía fundamental que controla la temperatura de la superficie terrestre es la radiación solar, hemos de fijar nuestra atención en los parámetros que puedan dificultar o favorecer la llegada de dicha radiación. . Es bien conocido que la energía que el Sol nos envía no es constante, cambia a lo largo del tiempo, y sus variaciones están relacionadas con una característica que intrigó a los aficionados a observar el cielo desde los inicios de la ciencia: las manchas solares. A finales del siglo XIX, el astrónomo inglés Maunder, estudiando observaciones astronómicas antiguas, estableció que hubo, entre 1645 y 1715, un periodo sin manchas solares, que se correspondió con una etapa muy fría, denominada la Pequeña Edad de Hielo. Ya en el siglo XXI, científicos del Danish National Space Center, retrocedieron un poco más en el tiempo y analizaron sistemáticamente las observaciones realizadas sobre las manchas solares durante los últimos cuatro siglos y medio, detectando la existencia de una estrecha correlación (ver Figura 3, basada en Svensmark & Christensen, 1997) entre la temperatura y el índice de actividad solar, un parámetro numérico basado en el recuento de manchas solares observadas en un momento dado.
Figura 3.- Gráfica representativa de la evolución comparada entre la temperatura (línea roja) y la actividad solar (línea negra) durante los últimos cinco siglos.
Hoy sabemos que las manchas solares se corresponden con zonas donde tiene lugar una intensa actividad magnética, desde donde se lanzan intensas ráfagas de radiación, por lo que a mayor cantidad de manchas solares, más radiación y temperaturas más elevadas, justificando así la correlación de la Figura 3. Múltiples observaciones posteriores, realizadas en distintos lugares del planeta, han permitido comprobar esta sencilla explicación, como por ejemplo las efectuadas en la Antártida, tal y como se representan en la Figura 4, basada en datos del Harvard Smithsonian Center for Astrophisics (Soon, 2004, en Durkin, 2007), donde igualmente se observa una estrecha correlación entre la evolución de la temperatura (línea roja) y la radiación solar (línea negra).
Figura 4.- Gráfica representativa de la evolución comparada entre la temperatura (línea roja) y la radiación solar (línea negra).
Pero además de las emanaciones volcánicas y de las manchas solares, existe otro fenómeno, común y cotidiano, que dificulta de manera muy efectiva la llegada de la radiación solar: las nubes. Todos hemos experimentado alguna vez una sensación de ligero enfriamiento cuando, en un día soleado, se interpone una nube en la trayectoria de los rayos solares. Evidentemente, se trata de una situación efímera, de muy corta duración, que afecta a una pequeñísima porción de la superficie terrestre y por lo tanto, de efectos insignificantes. Pero, ¿qué ocurriría si existiese un proceso que, por su naturaleza, afectase de forma continua y sistemática a la cantidad de nubes que cubren el conjunto del planeta?
El mecanismo de formación de las nubes es elemental y bien conocido desde antiguo. Cuando el aire caliente se eleva hasta que llega a su punto de rocío, se condensa el vapor de agua en forma de gotas muy pequeñas o en cristales de hielo. La formación de nubes se ve también favorecida por la presencia de partículas en suspensión (como polvo o incluso sal), que actúan como núcleos para favorecer la condensación. Pero además, ese proceso puede verse estimulado por otro fenómeno adicional, por otro tipo de radiación diferente a la proveniente del Sol. Desde principio del Siglo XX se sabe que nuestro planeta está siendo constantemente bombardeado por partículas subatómicas, la radiación cósmica, así bautizada atendiendo a su origen en el espacio exterior. Esa radiación ioniza las partículas en suspensión en la atmósfera, proporcionando un estímulo complementario para favorecer la nucleación y la formación de nubes.
Pero el flujo de radiación cósmica no es constante a lo largo del tiempo, ya que los rayos solares, el denominado viento solar, interfiere con ella, dificultando su entrada en la atmósfera terrestre. Como sabemos, la intensidad del viento solar no es constante y aumenta con el número de manchas solares. Es decir, que cuanto más activo sea el sol, menos radiación cósmica llegará a la tierra. Y con menor radiación cósmica, la formación de nubes será menor, aumentando la insolación, lo que producirá un aumento de temperatura.
El estudio sistemático de la composición de los meteoritos, que como objetos procedentes del espacio exterior han sufrido el bombardeo de la radiación cósmica, ha permitido obtener información correspondiente a las variaciones de radiación durante los últimos 500 millones de años. En paralelo, el análisis sistemático en los caparazones y conchas fósiles del isótopo O18 (cuya abundancia relativa es proporcional a la temperatura), ha permitido reconstruir la evolución de la temperatura durante ese mismo periodo.
Figura 5.- Gráfica representativa de la evolución comparada entre la temperatura (línea roja) y la radiación cósmica durante los últimos 500 millones de años.
Los datos obtenidos para ambos parámetros durante los últimos 500 millones de años, se han representado conjuntamente en la Figura 5 (basada en Shaviv y Veizer, 2003), donde la línea roja representa la evolución de la temperatura y la radiación cósmica aparece representada por la línea negra, mostrando claramente el carácter antitético de ambos parámetros. Las temperaturas tienden a ascender cuando disminuye la intensidad de la radiación cósmica, es decir, al debilitarse el proceso que favorece la formación de nubes. Pero además de los descritos anteriormente, aún existen otros procesos que afectan a la cantidad de radiación solar que llega a la superficie de la Tierra: las variaciones en la órbita terrestre. El astrofísico Milutin Milankovitch, durante el primer tercio del siglo XX, basándose en ideas previamente establecidas por James Croll (1868), calculó el ritmo y la periodicidad de las alteraciones que sufría el planeta (forma de la órbita y a la posición del eje de rotación) al girar alrededor del Sol, que afectaban también a la radiación solar que llegaban hasta la Tierra, y por lo tanto, al clima. En 1920 publicó un trabajo titulado Teoría matemática de los fenómenos térmicos producidos por la radiación solar, dónde se incluía unas gráficas que, décadas más tarde, se haría muy famosa, la curva de insolación sobre la superficie terrestre (Figura 6).
Figura 6.- Curva de insolación sobre la superficie terrestre, publicada por Milankovitch en 1920. Fuente: https://www.astrosafor.net/Huygens/2003/41/Glaciaciones.htm
En la Figura 6, la curva ondulada representa la variación de la temperatura media de la Tierra a partir del momento actual, señalado como una línea vertical en el centro del gráfico, el año cero. Hacia la izquierda, la curva representa la variación de la temperatura que ya ha ocurrido, la del tiempo ya transcurrido, mientras que la continuación hacia la derecha representa la evolución prevista hacia el futuro. La escala horizontal en la parte superior de la figura corresponde al tiempo, en intervalos de 10.000 años. En la escala vertical se representa el porcentaje de variación de la temperatura media terrestre, con aumentos o disminuciones que oscilan en torno al 3% respecto del valor medio de las oscilaciones registradas.
A pesar de la indudable importancia de los resultados obtenidos por Milankovitch, estos cayeron pronto en el olvido, hasta que fueron resucitados por las investigaciones realizadas mediante sondeos en el casquete glaciar de Groenlandia, donde el hielo acumulado y estratificado en pequeñas capas, cada una de ellas correspondiente a la precipitación de un año, alcanza varios miles de metros de espesor (Figura 7, obtenida de NSF, Ice Core Facility, Doug Clark, University of Washington).
Figura 7.- Sondeos en el casquete glaciar de Groenlandia.
La tecnología actual permite extraer y analizar el aire ocluido entre los cristales de hielo, y su estudio sistemático ha permitido obtener una valiosísima información sobre la evolución en la composición de la atmósfera terrestre en tiempos pasados. De estos análisis, resultan especialmente interesantes los resultados del contenido en el aire del O18, isótopo al que ya se ha hecho referencia anteriormente, que han permitido establecer con precisión la evolución térmica del planeta para los últimos 800.000 años, tal y como se representa en la Figura 8 (Jouzel et al., 2007).
Figura 8.- Evolución de la temperatura del planeta durante los últimos 800.000 años, obtenida a partir de los sondeos en el hielo del casquete glaciar de Groenlandia.
La gráfica de la Figura 8 muestra cómo las variaciones de temperatura se ajustan a un ritmo cíclico cuya duración tiende a situarse en torno a los 100.000 años. La coincidencia de estos ciclos con las predicciones de Milankovitch es muy fuerte, como se puede apreciar con mayor detalle en la Figura 9, donde, utilizando la misma información de las figuras 6 y 8, se han representado conjuntamente los resultados correspondientes a los últimos 150.000 años obtenidos en los sondeos de Groenlandia (línea negra) y las predicciones de Milankovitch (línea roja). El paralelismo entre ambas líneas es muy significativo, con una disposición muy similar de los máximos y los mínimos, así como de los periodos de ascenso y descenso.
Figura 9.- Comparación entre la evolución durante los últimos 150.000 años de la temperatura prevista por Milankovitch (línea roja) y la obtenida mediante los sondeos de hielo en Groenlandia (línea negra).
En un primer momento, algunos científicos fueron reacios a aceptar la representatividad de los resultados obtenidos, argumentando que debía tratarse de efectos locales, válidos tan sólo para Groenlandia y no extrapolables a la evolución climática del conjunto del planeta. Sin embargo, investigaciones similares realizadas posteriormente en otros lugares, donde también existen importantes acumulaciones de hielo (como por ejemplo en la Antártida), han confirmado que las tendencias detectadas corresponden a un fenómeno global, detectable en ambos hemisferios (Pedro et al., 2018).
RESPUESTAS A LAS PREGUNTAS
Tomando como base las informaciones anteriormente expuestas, es posible ya encontrar algunas repuestas para las preguntas formuladas en la introducción de este artículo. En primer lugar, ¿es el hombre responsable del calentamiento que está experimentando el planeta? Los datos presentados indican que no, que el cambio climático no se ha desencadenado como consecuencia de las actividades antrópicas y se trata de un proceso cíclico que viene repitiéndose desde tiempos muy remotos, desde muchísimo antes de que la Humanidad hiciese acto de presencia. Los ritmos de variación de la temperatura parecen ser constantes o aleatorios según la escala de observación elegida. Si atendemos al conjunto de la historia del planeta (Figura 1), no se aprecia ninguna secuencia rítmica. En cambio, si atendemos a lo que ha ocurrido durante los últimos 800.000 años y de acuerdo con las previsiones de Milankovitch, se trata de un proceso claramente cíclico.
Puede concluirse entonces que las causas de los sucesivos cambios climáticos que nuestro planeta viene experimentando desde sus remotos orígenes, no tiene un origen simple, y que la interacción entre todos ellos configura un complejo proceso, al cual, evidentemente, pueden estar contribuyendo las actividades humanas, que se superpondrían a la tendencia natural y por lo tanto representarían sólo una parte del proceso total del calentamiento. Determinar cuál es el porcentaje de esa contribución (es decir, saber si es importante o insignificante), constituye realmente el quid de la cuestión, el verdadero nudo gordiano, la cuestión clave en el debate sobre el calentamiento global y el cambio climático: ¿cuál es la importancia relativa de las emisiones producidas por el Hombre en comparación con los factores naturales? Podemos dejar de momento aparcada esta crucial cuestión, a la que se dedicará la segunda parte de este artículo. Mientras tanto, la información expuesta permite ya reformular la segunda de las preguntas pendientes: ¿tiene el ser humano la capacidad de detener y revertir el calentamiento global?
Durante millones de años, el cambio climático ha estado controlado por los fenómenos naturales anteriormente descritos: las erupciones volcánicas, las manchas solares, la radiación cósmica y las variaciones orbitales. Sea cual sea la contribución humana al cambio climático, las acciones que se emprendan para intentar corregir sus impactos, tendrían sólo un efecto parcial. Porque, hagamos lo que hagamos, los volcanes seguirán en actividad, la superficie del Sol continuará desarrollando manchas y variando la intensidad del calor que nos envía, la radiación cósmica seguirá llegando a la Tierra y la órbita de nuestro planeta seguirá variando, obedeciendo los dictados de la mecánica celeste.
Es decir, que por mucho que nos empeñemos, será totalmente imposible detener, y mucho menos revertir, el actual ciclo de calentamiento (el último de una larga serie), que se inició hace algo más de 18.000 años (ver figuras 8 y 9). Como mucho, suponiendo que nuestras actividades están modificando el clima de forma significativa, a lo máximo que podríamos aspirar es a devolver el proceso de calentamiento a su ritmo natural, esperando a que llegue el momento en que las leyes de la naturaleza decidan que el planeta debe volver a enfriarse. Sin embargo, a pesar de que los mecanismos naturales que han controlado el cambio climático de nuestro planeta son bien conocidos desde hace tiempo, de acuerdo con las observaciones, mediciones y datos contrastados obtenidos por cientos o miles de investigadores de todo el mundo, en la conciencia colectiva de la Humanidad se ha instalado el convencimiento de todo lo contrario.
Actualmente, un elevado porcentaje de la población cree que las actividades antrópicas son las únicas responsables del cambio climático y que la Humanidad tiene la capacidad de detener y revertir el proceso de calentamiento global. Además, esa creencia viene acompañada de una fuerte sensación de pesimismo, de miedo sobre el futuro del planeta, con el convencimiento incluso de que ya es demasiado tarde para reaccionar y el mundo se dirige hacia un catastrófico final. No parece descabellado afirmar que hay algo que no se ha hecho bien cuando a la opinión pública sólo se le ha transmitido una parte sesgada de los conocimientos científicos disponibles, con el agravante de que dicha información se presenta como el punto de vista unánime de todo el mundo de la ciencia. Lo cual nos lleva ya a intentar responder la última de las tres preguntas que se formulaban en la introducción de este artículo.
¿EXISTE UN CONSENSO UNÁNIME ENTRE LOS CIENTÍFICOS SOBRE LAS CAUSAS DEL CALENTAMIENTO GLOBAL?
A juzgar por las informaciones que aparecen en los medios de comunicación sobre el calentamiento global, podría considerarse que el debate sobre el origen y la dinámica del cambio climático ya está cerrado, no queda más que hablar porque los científicos han alcanzado un consenso, todos los investigadores están de acuerdo (así lo sugiere la abrumadora mayoría de publicaciones e informes) en que el planeta se halla ante una grave emergencia y nosotros tenemos la culpa de su rápido calentamiento. Como ejemplo, puede citarse una reciente noticia, publicada por diversos periódicos del mundo, informando que se ha realizado una revisión de 88.125 estudios publicados entre 2012 y 2020 en revistas científicas, y que el 99,9% de los artículos coinciden en que el cambio climático está causado por actividades humanas.
La impresión de unanimidad que se ha implantado en la conciencia colectiva por abrumadora mayoría, se ve reforzada por los informes que periódicamente emite el IPCC (International Panel on Climatic Change), un grupo de estudio integrado por numerosísimos científicos de todo el mundo, promovido y financiado por la ONU. El nivel global de dicha institución, juntamente con el prestigio de los científicos que lo integran, hace que las conclusiones de sus informes tiendan a ser consideradas como verdades inamovibles, como auténticos dogmas (la validez y la representatividad de dichas conclusiones serán analizadas en la segunda parte de este artículo), aunque en realidad han existido y existen serias discrepancias sobre las conclusiones reflejadas en los informes del IPCC. El contenido de esas divergencias suele airearse muy poco en los medios de comunicación.
En 1996, al inicio de la andadura de ese comité de expertos, un prestigioso científico norteamericano (el profesor Federick Seitz, que llegó a ser presidente de la Academia Americana de Ciencias), publicó en el Wall Street Journal una carta denunciando que el primer informe del IPCC había sido manipulado a espaldas de sus autores, ya que algunos puntos importantes de las conclusiones habían sido suprimidos. La omisión más significativa, se refería a la falta de correlación entre el cambio climático y los gases de efecto invernadero, estableciendo que no podía atribuirse el calentamiento observado a las actividades humanas. El comité coordinador del IPCC se vio obligado a reconocer públicamente que, en efecto, se habían suprimido esas conclusiones atendiendo a los comentarios recibidos de algunos gobiernos, algunas ONGs y otros científicos.
También fue muy sonado el escándalo que estalló en 2009, cuando un pirata informático filtró a la prensa una serie de correos electrónicos entre miembros del IPCC, donde quedaba en evidencia la manipulación de datos, la destrucción de pruebas y la realización de fuertes presiones para acallar a los científicos escépticos. Esas informaciones llegaron a las páginas de los periódicos (en las televisiones tuvieron un impacto mucho menor) y permanecieron en ellas unos días, pero poco a poco fueron cayendo en el olvido. Para aclarar lo ocurrido, se realizaron varias investigaciones oficiales, pero ninguna de ellas, a pesar de las profundas dudas generadas, encontró evidencias de fraude o de mala praxis científica. Las monolíticas y contundentes conclusiones de los informes posteriores emitidos por el IPCC, sugieren que todas las voces discrepantes han desaparecido.
No obstante, de forma aislada pero muy significativa, llegan de cuando en cuando a los medios de comunicación (aunque nunca a los informativos televisivos ni a las primeras páginas de los periódicos) las voces disidentes de personalidades científicas y medioambientalistas cuyo prestigio es, como mínimo, tan elevado como el de los integrantes del IPCC. Este es el caso, por ejemplo de Bjorn Lomborg, un profesor universitario de estadística en Dinamarca, vinculado durante años a organizaciones ecologistas de primer nivel, quien ha denunciado (Lomborg 2003) que muchos grupos ecologistas exageran su discurso catastrofista para infundir miedo, simplemente como método rentable para recaudar más fondos.
Algo similar puede decirse de Michael Shellenberger, un experto en energía y activista medioambiental de primera fila durante décadas, que se opone igualmente al tremendismo catastrofista. En un libro de reciente publicación (Shellenberger 2021) denuncia que no es cierto que miles de millones de personas vayan a morir en un futuro próximo, que el peligro por sobrecalentamiento del planeta es cada vez más bajo y que el ambientalismo apocalíptico está dirigido por poderosos intereses financieros. La misma opinión tiene Steven Koonin (2021), un físico teórico que fue asesor del presidente Obama en los Estados Unidos, quien ha denunciado la falta de objetividad con que se enfoca el problema del cambio climático, ya que no existen evidencias sólidas para afirmar que el mundo afronta una emergencia climática, añadiendo que además, las metas que se pretenden alcanzar para frenar el calentamiento, no son realistas. La misma opinión tiene el famoso físico italiano Antonino Zichichi, Presidente de la Sociedad Europea de Física y de la Federación Mundial de Científicos, quien recientemente ha declarado que “el calentamiento global depende del motor meteorológico dominado por la potencia del Sol, que controla el 95 % del proceso del cambio climático. Atribuir a las actividades humanas el calentamiento global, carece de fundamento científico”. Son también contundentes y expeditivas las opiniones de Ivar Giaever (2012), premio Nobel en Física y ex – integrante del IPCC (de donde salió voluntariamente), quien además de coincidir en sus ideas con los investigadores antes mencionados, ha denunciado públicamente las presiones existentes para que no se publiquen en las revistas científicas más importantes, aquellos artículos cuyo contenido contradiga las conclusiones del grupo científico financiado por la ONU.
La lista de investigadores críticos sobre los trabajos del IPCC sería muy larga, ya que las voces disonantes no llegan tan sólo desde personalidades individuales. En 2006, treinta y dos científicos con prestigio internacional en el ámbito de la climatología, firmaron la Declaración de Hohenkammer, asegurando que no hay bases científicas para aseverar que el calentamiento global se deba a los llamados gases de efecto invernadero. En marzo de 2009, un centenar de científicos norteamericanos publicaron en diversos periódicos (previo pago, ya que los medios se negaban a publicarlo) un artículo con un expresivo título: Con el debido respeto, señor Presidente, eso no es cierto, refiriéndose a las tesis del IPCC sobre el cambio climático.
En junio de ese mismo año, 60 científicos alemanes publicaron una carta abierta a la canciller alemana Ángela Merkel, en la que se expresaban en el mismo sentido. Y en 2010, mil investigadores de diversos países y disciplinas científicas, firmaron un manifiesto similar y lo presentaron en la Conferencia sobre el Clima de ese mismo año. Más recientemente, en septiembre de 2019, la Fundación de Inteligencia Climática (CLINTEL), una entidad que agrupa a más de 500 científicos de todo el mundo, envió al secretario General de la ONU un documento negando el papel del dióxido de carbono en el calentamiento global, afirmando que no existe emergencia climática y por lo tanto, no hay motivo para el pánico y la alarma.
Por último, es imprescindible recordar por su rotundidad a Pascal Richet, investigador del Institut de Physique du Globe de Paris desde hace 35 años, quien ha recibido numerosos premios en su trayectoria científica, y que ha publicado recientemente un artículo con el ilustrativo título de Clima y CO2 : la evidencia frente al dogma, donde además de incidir en la falta de relaciones causa – efecto entre los datos y las conclusiones que se están publicando sobre el cambio climático, dice textualmente :
Que los efectos del CO2 sobre el clima son mínimos no es, ni mucho menos, una conclusión nueva, aunque los que ya lo han establecido sobre otras bases científicas chocan con el pretendido “consenso” sobre la cuestión. En realidad, esta noción de consenso no es pertinente aquí, porque la historia de la ciencia no es más que un largo paseo por el cementerio donde descansan en paz las ideas aceptadas sin discusión durante mucho tiempo. Más bien, sirve de justificación para desterrar del debate cualquier idea heterodoxa que cuestione el dogma. Como ha experimentado el autor de estas líneas, el rasgo más inquietante del debate sobre el clima es el deseo de descalificar de entrada al adversario arrastrándolo a otros campos no relacionados con el problema, en lugar de ofrecerle comentarios críticos a los que podría responder científicamente. Sorprendentemente, el libre debate en que se ha basado el progreso científico en la Historia ha sido sustituido por acciones propias del totalitarismo como la difamación, el intento de silenciamiento y la persecución del disidente bajo amenaza de ostracismo. Quizá Aristóteles, con su lógica, pensaría que esta violencia y esta imposición son en sí mismas un indicio de en qué lado del debate se encuentra la verdad.
Recientemente, también autores españoles se han posicionado claramente en contra de las falsas informaciones sobre el cambio climático. Este es el caso por ejemplo del geólogo Alejando Robador Moreno (2015), con abundantes datos sobre los cambios climáticos acaecidos en el pasado, y de Hugo Rubio (2021), quien aporta detalladas informaciones contradiciendo las noticias que aparecen habitualmente en la prensa.
CONCLUSIONES
Las informaciones climáticas registradas en las rocas, en los sedimentos, en los fósiles y en el hielo, permiten afirmar sin ningún género de dudas que a lo largo de miles de millones de años de historia de nuestro planeta, se han registrado múltiples cambios climáticos, similares o incluso más extremos que el calentamiento actual, que por lo tanto no ha sido iniciado por las actividades humanas.
La evolución de la temperatura media del planeta está estrechamente relacionada con la variación de la iluminación solar que recibe, controlada fundamentalmente por la actividad volcánica, la evolución de las manchas solares, la radiación cósmica y los cambios cíclicos en la órbita terrestre. Dichos procesos, espontáneos y naturales, están fuera del control antrópico, tan activos en la actualidad como lo estaban hace millones de años, y por lo tanto, es imposible que el hombre sea capaz de detener y revertir el cambio climático. Estas evidencias hacen que la opinión de los científicos sobre el origen y la causa del calentamiento global no sea unánime y esté muy lejos de existir un consenso al respecto. Sin embargo, mientras los medios de comunicación otorgan los grandes titulares a las hipótesis que atribuyen un origen antrópico al cambio climático, las informaciones científicas que contradicen los informes del IPCC tienen un escaso o prácticamente nulo eco mediático.
Además, el enfoque sesgado en la difusión de los datos sobre el calentamiento global no se restringe a los medios de comunicación, porque se está educando a las nuevas generaciones con esa realidad distorsionada, presentando como verdades absolutas lo que no son más que meras hipótesis, que están lejos de haber sido demostradas. En cualquiera de los libros de texto que se utilizan hoy en Enseñanza Primaria, se enseña a las nuevas generaciones que la Tierra está sufriendo un calentamiento provocado por las actividades humanas, y que es necesario detenerlo para salvaguardar la salud del planeta.
La implantación en la conciencia colectiva de dónde está la verdad, ha sido tan eficiente que además del ostracismo científico (recuérdense las denuncias al respecto realizadas por Ivar Giaever o Pascal Richet), se ha instalado una presión social sobre las posiciones que, independientemente de criterios científicos, se consideran como políticamente incorrectas y peligrosas para el planeta. A este respecto, es interesante recordar aquí las ideas de la politóloga alemana Elizabeth Noelle – Neumann, que en su obra La espiral del silencio (2010), establece que la opinión pública es una poderosa forma de control social en la que los individuos adaptan su comportamiento a las actitudes predominantes sobre lo que es aceptable y lo que no, tendiendo a asumir como buenas las posturas predominantes. Como consecuencia, la sociedad amenaza con el aislamiento a quienes adoptan las posturas contrarias haciéndolas enmudecer en una espiral de silencio.
Es difícil no recordar que hace casi cuatro siglos, un grupo de expertos cualificados, del máximo prestigio científico, alentados por la autoridad global del momento, evaluó las ideas de Galileo sobre la posición de la Tierra respecto del Sol, y decidió por abrumadora mayoría que Galileo estaba equivocado, que nuestro planeta estaba fijo en el centro del Universo. ¡E PUR SI MUOVE!
AGRADECIMIENTOS
El texto del presente trabajo ha sido extraído y refundido a partir de una serie de artículos sobre cambio climático y calentamiento global publicados entre 2021 y 2022 en la revista digital www.Entrevisttas.com. Mi agradecimiento a Carmen Nikol, promotora y directora de la misma, por su apoyo para la edición de las publicaciones mencionadas y también por las facilidades prestadas para la publicación del presente artículo.
También, mi más sincero agradecimiento para mis colegas (y sin embargo amigos) Miguel Arbizu Senosiáin, Fernado Bastida Ibáñez y Jose Antonio Sáenz de Santa María Benedet por sus aportaciones y sus comentarios constructivos para mejorar la claridad y el contenido de este artículo.
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