Es la hora de los ciudadanos, de la responsabilidad personal. Porque cuando la razón se repliega, nuestra alternativa avanza.
Una mañana de noviembre me levanto con el anuncio de que el Gobierno va a derogar el delito de sedición por el que la Justicia condenó a sus socios golpistas. La noticia me escandaliza a medias. Llevo avisándolo desde febrero de 2020. Sé que Pedro Sánchez lidera un proceso, no de mutación constitucional -eso le convertiría en un Torcuato a la inversa y para mi Torcuato es sagrado-, sino de centrifugación antidemocrática. Su objetivo es moldear España a imagen y semejanza de su coalición de poder: convertirla en un Frankenstein de muñones identitarios que sólo un inescrupuloso pueda zurcir. Este fin narcisista justifica todos los medios. De hecho, antes de que lo blanqueara El País, también sabía que reformaría el delito de malversación para beneficiar a los nacionalistas corruptos. Como sé que acabará promoviendo en Cataluña un referéndum de autodeterminación disfrazado de empática consulta no vinculante. O incluso de nuevo Estatuto sin cepillar.
Al rechazo y la inquietud que esto me provoca -ho tornarem a fer-, se suman otras razones para levantarme. La colonización de las instituciones. El desprecio al Parlamento. El asalto al Poder Judicial, sobre el que también alerté en su día, con éxito descriptible. El incumplimiento de la sentencia sobre el castellano en las escuelas catalanas. La deformación de la memoria a la medida de Bildu. Y la suelta de agresores sexuales gracias a una ley redactada por una Acuario con ascendente en Caracas.
Como a diario denuncian Feijóo, Ayuso, Abascal, Arrimadas y hasta Edmundo Bal, Sánchez es «un peligro público», «una amenaza para la democracia», un «tirano en ciernes». Y a mi esto me- interpela. Algo habrá que hacer, además de firmar manifiestos -¿cuántos llevaré ya?- o invocar al PSOE bueno, esquivo gamusino de la política occidental. El hecho de que el socialismo sea el problema no significa que sea la solución.
Ahí estoy, cavilando, cuando empiezan a llegarme mensajes de constitucionalistas alarmados. Algunos llevan en la resistencia cuarenta años. En el País Vasco, contra ETA y el submundo de las herriko tabernas, bajo el chirimiri de la indiferencia. Y en mi golpeada Cataluña: héroes a los que el Estado siempre acaba sacrificando en el altar de un apaciguamiento inútil. También comparecen los jóvenes, el relevo y la esperanza. Juntos forman un grupo dispar, en el que asoman egos, recelos y roces. Y, sin embargo, cada día les admiro más. No son profesionales del activismo. Nadie les paga por movilizar a la sociedad. Lo hacen por convicción y sentido del deber. Les veo colaborar con humildad y organizarse con eficacia. Buscar una fecha y tejer complicidades. Desafiar mil obstáculos técnicos y burocráticos. Consensuar un lema pulcro y un manifiesto exacto, sin eufemismos ni hipérboles. Y también levantar dinero, esa losa. Salvo honrosas excepciones, los empresarios españoles no invierten en la democracia porque prefieren invertir en el poder.
En los medios el apoyo a la manifestación es marginal. Por suerte en El País un vaina grita «¡trumpismo!». Lo celebro y sigo a lo mio, disfrutando de los insultos en Twitter. Un amigo, al que creía más listo, me llama tonto.
España no está condenada a repetir sus errores. No va a fracasar. Antes haremos que fracase Sánchez
Hace tiempo que las apelaciones a la moderación han dejado de impresionarme. Lo he tarareado muchas veces: España, ese insólito país en que los carnés de centrismo los reparten el nacionalismo xenófobo y la izquierda radical. Los que sueltan a golpistas, corruptos y violadores. Tampoco me inquieta la evocación de la famosa foto de Colón. No acabo de ver por qué dos partidos que gobiernan juntos no pueden manifestarse juntos. Y rechazo la vieja costumbre ibérica de juzgar la bondad de una iniciativa por la filiación de quienes la apoyan: pequeña política ad hominem.
De pronto me llama uno de los convocantes. Al parecer, una asociación con ribetes estrafalarios y un inconfundible aroma parapolicial ha reservado la plaza de Colón para el mismo día a la misma hora. Tendremos que trasladarnos a Cibeles. «Esto facilitará la presencia del PP», me dicen. Y yo me animo, porque soy de natural optimista y porque el pesimismo es un lastre. Me lo enseñó mi maestro: nada más absurdo que la letanía del fracaso español. España no está condenada a repetir sus errores históricos. La Constitución de 1978 es la centralidad vigente. Hasta el punto de que si hoy encerrásemos en el Parador de Gredos a todos los portavoces del arco parlamentario, de Vox a Bildu, no serían capaces de salir con un pacto sustancialmente distinto. La España forjada en la Transición, ¿otro paréntesis fallido, como tantos del siglo XIX? La España que viene, ¿un caos asimétrico, cainita y decadente, por exigencia de los socios del PSOE? Nada. Una etapa luminosa -esta sí- a la que daremos continuidad. España no va a fracasar porque antes haremos que fracase Sánchez.
La fecha se acerca. En las asociaciones el ambiente es bueno y el trabajo se multiplica. Unos se encargan de reservar autobuses. Otros de la logística: escenario, pantallas, seguridad. El espectáculo me emociona. Se me agolpan imágenes del 8 de octubre de 2017. Cuando hubo que pedir al presidente de Renfe que reforzara el servicio de trenes a Barcelona. La riada bajando la vía Laietana. Republicanos aclamando a Felipe VI, nuestro constitucionalista en jefe.
Por Navidad ha vuelto a hablar el Rey: «Los españoles tenemos que seguir decidiendo todos juntos nuestro destino. Cuidando nuestra democracia, protegiendo la convivencia, fortaleciendo nuestras instituciones». Es la segunda vez que denuncia la frivolidad, el sectarismo y la segregación, y que llama a la responsabilidad de los políticos. Y a mi me reconforta, porque yo también creo que los políticos son decisivos y el liderazgo, insustituible. «La razón necesita representación», repites en ambos hemisferios. Es una ley inexorable de la política: cuando la razón se repliega, cuando agacha la cabeza o calcula demasiado, su alternativa avanza. Los ciudadanos necesitan confiar y la confianza se alimenta de la coherencia. Lo experimentamos en Cataluña: las convicciones no se proclaman, se muestran. Y por eso, cuando me llega la noticia de que los hombres y mujeres llamados a gobernar España no van a acudir a la manifestación, sufro más pena que enfado. ¿Cómo convencer a los españoles de que Sánchez es un dictador en marcha si no marchas cuando te convocan en defensa de la democracia? ¿Y cómo persuadir a los ciudadanos de que un partido que nació contra el Proceso no debe morir si no te manifiestas cuando el Proceso se traslada a Madrid?
Sigo rumiando sobre el vínculo entre ética y eficacia cuando de pronto estalla la guerra. No la del terrorista Putin contra Ucrania; esa vamos a ganarla. La de los opositores a Sánchez contra sí mismos, una derrota segura. Ah, el aborto. Un asunto de sumo interés: complejo, digno de un debate matizado y maduro, en el que los avances científicos y tecnológicos tendrán una incidencia inevitable. Pero no, no se trataba de ampliar fronteras, sino de levantarlas. Y la polémica engorda. Y los hinchas azuzan. Y los medios salivan. Y la grieta se ensancha. «Que van a romper. Sí, sí, a los dos partidos les conviene». Y yo, el estupor desbocado, la pancarta planchada, sólo alcanzo a preguntar: «¿Y así cómo vamos a echar a Sánchez, el colega de Otegi, el benefactor de Puigdemont, el indiscutible mal mayor, el hombre al que habéis llamado "tirano", "caudillo", "dictador"?» Una voz contesta: «Eso después de las elecciones». Sin saber cómo ganarlas.
Mientras tanto, en la blanca Davos, ante la élite mundial, Sánchez compara sus requerimientos al Gobierno de Mañueco con el sangre, sudor y lágrimas de Zelenski. Dos días después se supera. En Barcelona y ante Macron, equipara a los manifestantes constitucionalistas con sus socios golpistas. Y yo tengo la tentación de exiliarme en la carcajada.
No lo hago. Consigo recordar que soy un español optimista. Tomemos esto como un experimento sociológico, me digo. Ya que tenemos poco Estado, a ver si tenemos más nación. Es la hora de los ciudadanos. De la responsabilidad personal, que tantas veces has reivindicado como el principal atributo de un país civilizado. Lo importante es que, al volver a casa y mirarme al espejo, puedo decir: «Por mí no quedó».
Y bajo a la calle.
Este texto ha isdo escrito por Cayetana Álvarez de Toledo que he hecho mio puesto que ha descrito al cien por cien mi sentimiento ante la manifestación del 21 de Enero de 2023. Y puedo decir, yo estuve allí....
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