Articulo de opinión publicado en el diario El Mundo. Actualizado Jueves, 9 noviembre 2023
Autor: MANUEL ARIAS MALDONADO. Manuel Arias Maldonado es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Su último libro es Abecedario democrático (Turner, 2021)
La oposición a la amnistía es una defensa de las formas democráticas y de los valores constitucionales que esas formas encarnan. Proteger el Estado de Derecho no debería ser de izquierdas ni de derechas
No parece exagerado afirmar que la amnistía que ha pactado el PSOE con los separatistas catalanes está tensando las costuras de la sociedad española y amenaza con convertirse en el desencadenante de una crisis constitucional de alcance desconocido. Se trata de una medida incompatible con una constitución democrática y contraria al principio de igualdad ante la ley: Sánchez compra su permanencia en el poder garantizando la impunidad de quienes atentaron contra el orden constitucional y la medida será aprobada en el Parlamento con los votos de la misma clase política que se beneficia de ella. Para colmo, los separatistas se perdonarán a sí mismos a cambio de nada: se niegan a prometer lealtad a la Constitución y anuncian que volverán a las andadas. La argumentación no mejora cuando se aduce que la amnistía es el único medio para evitar que gobierne la derecha, porque quien así razona está diciendo que todo vale para frenar la alternancia en el poder, situándose así fuera de la democracia: hágase la injusticia y que perezca el mundo.
Hay que comprender que el oficialismo se empeñe en caracterizar la oposición a la amnistía como expresión del descontento de «las derechas», ya que no tiene mejores razones a mano y hacer tal cosa le permite -espejo invertido- decir que la impunidad de los protagonistas del procés es «de izquierdas». Estas ridículas simplificaciones tienen recorrido en la esfera pública; abundan los votantes que prefieren el éxito de su partido a la preservación de la integridad constitucional. Pero solo una izquierda populista que quiera sustituir la democracia liberal por sus alternativas plebiscitarias o mayoritarias -iliberales- encajaría en ese molde. Desde luego, ahí se sitúan tanto los nacionalistas catalanes como los socios populistas de Sánchez: no pasa un día sin que Ione Belarra tuitee que el poder judicial debe someterse a la voluntad popular. Sin embargo, también entre quienes pertenecen a la izquierda hay enemigos de la amnistía: del mismísimo Felipe González al alcalde socialista de Ágreda, sin olvidarnos de unos pocos intelectuales y del propio Pedro Sánchez hace unos pocos meses. Para oponerse a ella, basta con ser un demócrata: partidario de aquellas instituciones que garantizan el cumplimiento de los derechos de los ciudadanos, hacen posible la convivencia pacífica entre los diferentes y limitan el uso arbitrario del poder público. Y es que si la motivación de la amnistía no es ideológica, ya que unos buscan el poder y otros la impunidad, su rechazo tampoco lo es: se trata de proteger el Estado de Derecho y tal cosa no es -o no debería ser- ni de izquierdas ni de derechas.
Ahora bien, el Gobierno de Pedro Sánchez se ha distinguido desde el primer momento por la disonancia entre el discurso (lo que dice que hace) y la praxis (lo que en realidad hace). Ha combinado la retórica del buen gobierno con la instrumentalización de los procedimientos y las instituciones, vulnerando de manera frecuente las reglas informales cuyo cumplimiento determina la calidad de una democracia. Tal como la amnistía pone de manifiesto, este Gobierno crea una apariencia de legalidad que tiene como presupuesto la colonización partidista de las instituciones y la falta de respeto a los principios constitucionales: solo así puede siquiera concebirse la idea de que resulte legítimo intercambiar impunidad a cambio de una investidura, dinamitándose de manera simultánea la separación de poderes y el imperio de la ley, así como justificarse -¡desde la izquierda!- que las regiones más ricas seguirán acumulando privilegios a costa del resto. Ya lo dijo Sánchez en Granada, cuando compareció junto a Ursula von der Leyen: la tramitación de la amnistía será impecablemente democrática, porque será aprobada en el parlamento y revisada por el Tribunal Constitucional. Y es previsible que diga lo mismo cuando le llegue el turno al referéndum de autodeterminación que forma parte del acuerdo de investidura con Junts.
Pero lo que Sánchez no dijo en Granada es que la ley será aprobada en el Parlamento por los beneficiarios de la misma y juzgada después por un Tribunal Constitucional donde rige una mayoría obscenamente favorable a los intereses del Gobierno. De ahí que el recorrido de la amnistía pueda terminar siendo plácido, pese a la controversia que acompañará su tramitación parlamentaria y la posterior resolución de los recursos correspondientes. Ahora bien: esa previsible legitimación procedimental no reforzará la legitimación democrática de la misma. Y, en este punto, el razonamiento del demócrata liberal se cortocircuita: ¿puede carecer de legitimidad democrática una norma que ha respetado los procedimientos previstos por la propia democracia? El manual de teoría política dice que no: legalidad y legitimidad van de la mano. Pero ¿sigue siendo el caso cuando se adoptan decisiones abiertamente contrarias a los valores constitucionales y se emplean para ello medios que comprometen la neutralidad de las instituciones? Recordémoslo una vez más: el aspirante a la investidura promete a un prófugo de la justicia impunidad a cambio de sus votos y se procede a aprobar una ley de amnistía por mayoría simple.
Ante semejante panorama, hay quienes deducen que los formalismos de la democracia liberal son un simple atrezo que adornan la lucha por el poder. En situaciones como la que estamos viviendo, el fondo saldría a la superficie y el demócrata que mantenía la fe en los procedimientos queda retratado como un pobre ingenuo: ¡la democracia era esto! Este razonamiento, que comparten los realistas de izquierda y derecha, puede conducir al cinismo o a la impotencia: hay quien se dedica a cantar las verdades del barquero y quien se desespera en el sofá de casa. Entre quienes han salido estos días a protestar en buena parte de España puede detectarse la indignación del que contempla al tramposo que se sale con la suya. Y, ciertamente, las maniobras del dirigente socialista crean un dilema para cualquiera que juzgue la amnistía como una decisión inaceptable en el marco constitucional-democrático: ¿qué hacer?
Sería mejor no contagiarse de los modales del furibundo, incluso si el Gobierno se complace hipócritamente en afear a los manifestantes -la mayoría de los cuales se comporta de manera pacífica- unas acciones mucho menos graves que aquellas que se dispone a amnistiar por un puñado de votos. Frente a la agitación preconizada por un Abascal dispuesto a pescar en río revuelto, hace bien Feijóo en defender una movilización pacífica que guarde las formas.; pese a que sus rivales -de los escraches al referéndum ilegal o los cortes en la Diagonal- se hayan acostumbrado a violentarlas. Al fin y al cabo, la oposición a la amnistía es una defensa de las formas democráticas y de los valores constitucionales que esas formas encarnan. Para colmo, el realista se equivoca: una protesta agresiva es menos eficaz que una manifestación llena de banderas europeas. Pedir el amparo de las autoridades comunitarias ante los abusos de un dirigente nacional que vulnera los principios fundacionales de la UE se sale de la lógica antagonista izquierda-derecha y erosiona la credibilidad del relato frentista del Gobierno.
Habrá quien se pregunte si interponer recursos o salir a manifestarse puede servir de algo. Es fácil dejarse llevar por la impresión contraria: Sánchez descalificará las protestas como una agresión reaccionaria contra la mayoría progresista y seguirá adelante con sus planes, recibiendo el aplauso de los suyos sin preocuparse por las consecuencias que su estrategia política pueda tener sobre la concordia civil o la desafección ciudadana. Y es que quien quiere el fin, quiere también los medios: el líder socialista cumple a rajatabla con esa máxima de Rousseau que tanto recuerda a Maquiavelo. Ocurre que la democracia constitucional es justamente el régimen político donde los fines no pueden separarse de los medios: recuerda tú y recuerda a otros ese principio que hace mejores a quienes lo respetan.
Manuel Arias Maldonado es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Su último libro es Abecedario democrático (Turner, 2021)
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